Por Rosa María Arjona

Archivo para abril, 2014

Burbujas en las venas

El jueves 17 falleció el escritor colombiano Gabriel García Márquez, uno de los grandes maestros de la literatura universal. Como legado nos deja casi cincuenta obras llenas de realismo mágico con el que expresó de forma magistral la soledad y la complejidad de las relaciones humanas.

Inspirado por William Faulkner, uno de sus escritores favoritos de juventud junto a Hemingway, escribió su primera novela «La hojarasca», en la que aparecen algunas de las constantes de su obra, como la lluvia, la memoria, la guerra y la muerte. Y por primera vez Macondo, el pueblo imaginario que inmortalizaría años más tarde en la afamada novela «Cien años de soledad», por la que se le otorgó el Premio Nobel de Literatura en 1982.

Casualmente, García Márquez ha muerto en Jueves Santo como Úrsula Iguarán, personaje central de “Cien años de soledad”.

Habría mucho más que contar y comentar sobre este genial escritor y su obra, pero a mí me gustaría remarcar la importancia de sus primeros años de vida, la huella que sus abuelos maternos imprimieron en su infancia, cuando sus padres se mudaron a otra ciudad y le dejaron a su cuidado a muy temprana edad.

Según narra él mismo en sus memorias “Vivir para contarla”, su abuelo el Coronel Márquez, quien tenía tres hijos oficiales y otros nueve de distintas madres, era un excelente narrador que le enseñó a consultar el diccionario con frecuencia, le llevaba al circo cada año y fue quien le introdujo en el “milagro” del hielo que se encontraba en la tienda de la United Fruit Compañy. Según García Márquez, el Coronel fue su “cordón umbilical con la historia y la realidad”.

Su abuela, Tranquilina Iguarán, era una mujer imaginativa y supersticiosa que llenaba la casa con historias de fantasmas, premoniciones y augurios. El escritor la describe como su primera y principal influencia literaria, pues le inspiró la original forma en que ella trataba lo extraordinario como algo perfectamente natural cuando contaba historias y, sin importar cuán fantásticos o improbables fueran sus relatos, siempre los refería como si fueran una verdad irrefutable. Su abuela Mina, como Gabito la llamaba, inspiró el personaje de Ursula Iguarán, una mujer de fortaleza única para sacar adelante a su familia, enfrentarse a los problemas y dar equilibrio y cordura a las locuras de los hombres de Macondo, ante el aturdimiento de los retraídos Aurelianos e impulsivos José Arcadios.

Cuando Gabriel tenía ocho años su abuelo murió, y debido a la ceguera de su abuela tuvo que irse a vivir con sus padres, a los que apenas conocía. Se llevó con él la semilla que sus abuelos habían depositado en su pequeño corazón, semilla que fructificó con los años en sus obras de manera excepcional e irrepetible.

De las muchas y sabias palabras que García Márquez pronunció en vida, destaco las que manifestó en octubre de 1982 a la revista Gente de Argentina:

“…por un lado uno sabe que se va a morir, y por otro la obra se resiste. En el fondo, uno quiere seguir vivo con sus obras en el espíritu. Siempre me acuerdo de aquella frase de Shakespeare cuando le preguntaron qué era lo que más ambicionaba en la vida: “Ser inmortal y después morir”, contestó. Genial. Creo que así me siento ahora. No te lo puedo explicar. Son…, son como burbujas que te explotan en las venas, chico…, eso”.

Sin duda, Gabo lo ha logrado. Descanse en paz.

Resumen de la novela “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez (Aracatana, Colombia, 6 de marzo de 1927 – México D.F. 17 de abril de 2014)

Esta es la historia de los Buendía, la estirpe que estuvo condenada a vivir cien años de soledad. Los Buendía pudieron descansar en paz cuando nació la primera criatura procreada en el amor verdadero.

José Arcadio Buendía y su esposa, Úrsula, son los procreadores de José Arcadio Buendía, el hijo mayor, y Aureliano Buendía, que más tarde sería coronel y Amaranta, la menor. De estos tres nacerán cuatro generaciones que, de manera cíclica como la historia, se irán relacionando y procreando entre ellos mismos, salvo algunas excepciones. Esta familia acompañada por otros hombres, mujeres y niños cruzan la sierra y en un lugar desierto encallado en el Caribe fundan el pueblo de Macondo. El pueblo es testigo de la felicidad, de la tristeza, de la fortuna y de la desdicha de los Buendía durante más de cien años. De estas historias personales que construyen la gran historia familiar nacen y viven los seres más extraños, mágicos y desolados que el mundo haya visto antes.

Una pincelada

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos

prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de

barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.”